Marina Lassen descubrió a los 35 años que tenía mal de Parkinson y su
vida cambió por completo. La historia de una arquitecta y madre que debe
sobrellevar a diario una enfermedad progresiva que no tiene cura. Cómo
enfrentar el día a día y poder mejorar la calidad de vida.
"Mi vida anterior era parecida a la de muchas mujeres; tenía hijos chicos, un marido con el que me llevaba bien, un buen trabajo. En fin, la vida de una familia tipo. Vivía en un mundo donde dos más dos era igual a cuatro. Nada se corría demasiado de su lugar y su rutina. Llevaba siete años casada con Santiago y teníamos un matrimonio normal, que la peleaba, como todo el mundo, felices con nuestros dos hijos, Pedro y Juan. Desde siempre me caractericé por la exigencia y el empuje, en ocasiones a tal punto que me cansaba física y psíquicamente. Pero cuando uno es exigente con uno mismo, a veces es muy difícil poner un freno. Mi forma de ser era competitiva y trataba siempre de ser la ganadora en todo. De profesión arquitecta, a mi trabajo le ponía mucho empeño. Al igual que cuando estudiaba, siempre fui muy trabajadora y media "obse", como dicen hoy en día. A todo proyecto le ponía el cuerpo, toda mi energía. Llegaba al trabajo súper puntual, y si me tenía que quedar mucho más tiempo del reglamentario, lo hacía.
Cuando estudiaba arquitectura, me pasaba noches y noches sin dormir cada vez que tenía una entrega y así fue como me recibí en seis años con excelentes calificaciones. En definitiva, era muy exigente conmigo misma y siempre quería ser la mejor en todo; nada de mediocridad ni de medias tintas. Además, era muy linda –podría haber sido modelo– y eso me facilitaba mucho las cosas en este mundo que valora tanto la belleza. Me apoyaba mucho en ese aspecto mío.
Viví así muchos años, conciliando la vida laboral y familiar, padeciendo momentos de estrés por mi perfeccionismo, pero con una vida medianamente feliz que poco a poco empezó a cambiar.
Todo comenzó cuando nació mi segundo hijo, Juan. Con él llegó mi registro de la enfermedad. Mientras le daba de mamar, sentía que mis movimientos eran lentos y que me costaba mover el brazo izquierdo.
La segunda pista llegó cuando me mudé meses después a un departamento que tenía piso de madera. Recuerdo que mientras ordenaba y limpiaba, escuchaba mis pasos, algo que no me pasaba en el anterior porque tenía alfombra. Notaba que arrastraba más un pie que el otro, que un paso era más cortito. Mi marido me decía "punto y coma".
Esperé un tiempo a ver si mejoraba, pero no: fue peor. Poco a poco empecé también a tener menos equilibrio y a renguear. Recuerdo que pensaba: "No me duele nada, pero... ¿qué pasa que no puedo dar dos pasos iguales?". En ese momento me di cuenta de que podía ser algo serio y fui a consultar al médico.
Empezó una larga serie de estudios, que me provocaron mucha angustia. Me imaginaba todas las enfermedades posibles: esclerosis múltiple, cáncer. Me daba miedo morir y dejar a mis hijos sin mí. No podía dormir de noche. Tenía mucha ansiedad. Un año y medio después de dar vueltas y vueltas, en agosto de 2003, el neurólogo me dio el diagnóstico: mal de Parkinson.
La sensación fue devastadora. En un instante, me sentí extranjera en un mundo de sanos. El primer gran golpe fue saber que no iba a poder tener más hijos. Toda la vida había soñado con una familia numerosa y esto no iba a ser posible. El mal de Parkinson es la disminución de dopamina en el cuerpo. La dopamina es una hormona que cumple la función de neurotransmisora. Si en el sistema nervioso disminuyen los neurotransmisores, se afectan los movimientos del cuerpo y se altera la percepción. Es una enfermedad progresiva que no tiene cura.
En aquellos días, tenía la sensación de estar invadida, como si un dictador se hubiera instalado en mí, decidiendo cambiar mi destino a su antojo. Un despreciable tirano que osaba determinar mis límites, un monstruo absolutamente real que estaba instalado para siempre dentro mío.
Lo primero que hice al recibir el diagnóstico fue ponerme a luchar contra el "enemigo". Empecé a tomar los remedios y a ir al kinesiólogo y al gimnasio casi todos los días. Pensaba que si llevaba a cabo este plan de lucha con mi natural empuje, en poco tiempo iba a ser casi la de antes: pero empezaron los efectos colaterales, náuseas, dolores de cabeza, mareos. Y me costaba, me costaba inmensamente aceptar la debilidad. Durante toda mi vida –provengo de familia sajona– había aprendido a no mostrar mis sentimientos, a ser fuerte. Esa primera reacción de lucha me duró pocos meses porque estaba muy lejos de la realidad. Yo me sentía una extranjera en mi cuerpo, que no era más el que yo conocía; tenía que adaptarme a este cuerpo "ajeno". Es decir, no me reconocía en mi imagen, ni sabía más quién era. Eso me generó tal inseguridad que no quería ver a nadie. Todo el mundo iba a estar mirándome a ver cuán mal me movía.
La herida narcisista fue fatal. A lo largo de mi vida me caractericé por mi hermetismo y timidez, pero me apoyaba en mi aspecto y solía agradar. Siempre había sido muy tímida. Si tenía que decirle algo importante a alguien que quería, era más fácil escribirlo. Algo en mí frenaba la exteriorización de las emociones. Estaba acostumbrada a callar los sentimientos, a esconderlos. Mi obsesión era que no se notara nada. Ni miedos ni dudas. Mucho menos, la tristeza y la debilidad. Siempre fui de simular que estaba todo bien; había un perfeccionismo latente y siempre quería hacer las cosas bien.
Sin embargo, el Parkinson estaba tratando de hacerme reaccionar, hacerme humana. Enseñarme que podemos fallar. Las señales que me estaba mandando el cuerpo terminaron, finalmente, por obligarme a escuchar lo que me pasaba; que estaba muy tensa, dura por la autoexigencia conmigo misma. Pero me costó mucho entenderlo y no controlar.
Tenía miedo de morir, algo que nunca me había pasado. Cuando empecé a investigar, los informes de la enfermedad decían que la expectativa de vida era de doce años. Y se supone que, al momento del diagnóstico, lo normal es que el proceso haya empezado diez años antes. En mi caso, tal vez más todavía. Uno de los síntomas es no balancear un brazo al caminar, y eso a mí me lo vio un amigo cuando yo tenía 22 años. "¿Entonces, cuánto se supone que me queda?", pensé.
Tenía que explicárselo a mis hijos, pero Juan era muy chiquito y, además, primero tenía que entenderlo yo. A Pedro le fui diciendo que tenía que tomar remedios y que con eso iba a estar bien. En ese tiempo había entrado en un foro de Internet de enfermos de Parkinson en España. Encontré gente en mi misma situación y eso fue un apoyo. Con mi marido tuve momentos de crisis. A él también le costó un montón recibir la noticia, y ahora pienso lo difícil que debe de ser estar al lado de alguien y no poder hacer nada para cambiarle la situación. Pero siempre fue de fierro.
Poco a poco –supongo que como todo proceso de este tipo–, empecé a bajar la guardia y dejé un poco atrás la lucha. Comencé a escuchar los mensajes que me mandaba mi cuerpo; hacía lo posible para no llegar a tener altos niveles de tensión y exigencia. Dejé de trabajar, empecé una dieta, ejercicios de respiración, todo tipo de actividades tranquilas y, sobre todo, un proceso mental de discernimiento de qué cosas eran las importantes y qué cosas no.
Traté de conectarme mucho conmigo misma y fui aprendiendo que la perfección no me llevaba a ningún lado, que no era importante. Tenía que dejar de controlar todo y aceptar, dejar fluir. Esto, sin duda, no era fácil, pero intentaba cambiar. Poco a poco, fui haciendo una especie de duelo, tratando de olvidarme de las ilusiones y los proyectos que tenía. Empecé a construir lo que se podía y como se podía. No fue mágico; psicólogos, cursos de respiración y de conexión con mi cuerpo fueron mis aliados para escuchar lo que mi cuerpo me decía y para conectarme con mi alma. Así, me volví a acercar a Dios. Gracias a esa fe, le perdí el miedo a la muerte. Me di cuenta de que todos vamos a morir y de que uno es un espíritu dentro de un cuerpo. Ahí me empecé a curar.
Me di cuenta de que para sentirme viva, había que fluir con la vida, con la naturaleza, y que eso no se logra controlando todo, sino aceptando y yendo con lo que nos toca. Para mí aceptar no fue bajar los brazos y decir "listo, me rindo". Para mí aceptar fue dejar de pelear conmigo misma día a día. Todavía tengo que aprender un montón. Todos tenemos un potencial dentro de nosotros que no vemos. Cuando logré conectarme con el amor, empecé a relacionarme más con los demás, a decir las cosas. Pensaba en las actitudes que tienen las personas extranjeras cuando llegan a un país ajeno: los que se adaptan son los que se comunican, los que están con la gente del lugar.
Ya pasaron seis años y pico del diagnóstico. Escribir "El cuerpo no calla", en el que cuento mi historia, me ayudó. Tengo 41 años y mi relación con "el país del Parkinson" es mejor. En el mundo de los sanos, a todos los sanos también algo les pasa. Hoy disfruto del contacto con la familia y con los amigos, a quienes había dejado de lado. Mis relaciones en general se han tornado más profundas.
El Parkinson, en mi caso, avanza despacio, y los síntomas son la lentitud al moverme, la pérdida del olfato, los calambres y la tensión de los músculos. Con los remedios y la suma de varias cosas (tomo un té antes de dormir, me alimento bien y trato de descansar), hago una vida relativamente normal. Todas las mañanas me levanto primera y despierto a mi marido y a los chicos para desayunar y que se vayan al colegio. A la mañana hago cosas, trato de encontrar recovecos para escribir. Si tengo que salir, antes me preparo y me organizo, porque ahora necesito más tiempo para todo.
Respecto del futuro de la enfermedad, sé que a cada uno le toca distinto, y ya veré cómo será en mi caso. Será lo que tenga que ser. Hoy dejo que me vean como soy. "
Articulo publicado en
http://elsolonline.com/noticias/view/181159/mal-de-parkinson-lo-que-el-cuerpo-no-puede-callar
"Mi vida anterior era parecida a la de muchas mujeres; tenía hijos chicos, un marido con el que me llevaba bien, un buen trabajo. En fin, la vida de una familia tipo. Vivía en un mundo donde dos más dos era igual a cuatro. Nada se corría demasiado de su lugar y su rutina. Llevaba siete años casada con Santiago y teníamos un matrimonio normal, que la peleaba, como todo el mundo, felices con nuestros dos hijos, Pedro y Juan. Desde siempre me caractericé por la exigencia y el empuje, en ocasiones a tal punto que me cansaba física y psíquicamente. Pero cuando uno es exigente con uno mismo, a veces es muy difícil poner un freno. Mi forma de ser era competitiva y trataba siempre de ser la ganadora en todo. De profesión arquitecta, a mi trabajo le ponía mucho empeño. Al igual que cuando estudiaba, siempre fui muy trabajadora y media "obse", como dicen hoy en día. A todo proyecto le ponía el cuerpo, toda mi energía. Llegaba al trabajo súper puntual, y si me tenía que quedar mucho más tiempo del reglamentario, lo hacía.
Cuando estudiaba arquitectura, me pasaba noches y noches sin dormir cada vez que tenía una entrega y así fue como me recibí en seis años con excelentes calificaciones. En definitiva, era muy exigente conmigo misma y siempre quería ser la mejor en todo; nada de mediocridad ni de medias tintas. Además, era muy linda –podría haber sido modelo– y eso me facilitaba mucho las cosas en este mundo que valora tanto la belleza. Me apoyaba mucho en ese aspecto mío.
Viví así muchos años, conciliando la vida laboral y familiar, padeciendo momentos de estrés por mi perfeccionismo, pero con una vida medianamente feliz que poco a poco empezó a cambiar.
Todo comenzó cuando nació mi segundo hijo, Juan. Con él llegó mi registro de la enfermedad. Mientras le daba de mamar, sentía que mis movimientos eran lentos y que me costaba mover el brazo izquierdo.
La segunda pista llegó cuando me mudé meses después a un departamento que tenía piso de madera. Recuerdo que mientras ordenaba y limpiaba, escuchaba mis pasos, algo que no me pasaba en el anterior porque tenía alfombra. Notaba que arrastraba más un pie que el otro, que un paso era más cortito. Mi marido me decía "punto y coma".
Esperé un tiempo a ver si mejoraba, pero no: fue peor. Poco a poco empecé también a tener menos equilibrio y a renguear. Recuerdo que pensaba: "No me duele nada, pero... ¿qué pasa que no puedo dar dos pasos iguales?". En ese momento me di cuenta de que podía ser algo serio y fui a consultar al médico.
Empezó una larga serie de estudios, que me provocaron mucha angustia. Me imaginaba todas las enfermedades posibles: esclerosis múltiple, cáncer. Me daba miedo morir y dejar a mis hijos sin mí. No podía dormir de noche. Tenía mucha ansiedad. Un año y medio después de dar vueltas y vueltas, en agosto de 2003, el neurólogo me dio el diagnóstico: mal de Parkinson.
La sensación fue devastadora. En un instante, me sentí extranjera en un mundo de sanos. El primer gran golpe fue saber que no iba a poder tener más hijos. Toda la vida había soñado con una familia numerosa y esto no iba a ser posible. El mal de Parkinson es la disminución de dopamina en el cuerpo. La dopamina es una hormona que cumple la función de neurotransmisora. Si en el sistema nervioso disminuyen los neurotransmisores, se afectan los movimientos del cuerpo y se altera la percepción. Es una enfermedad progresiva que no tiene cura.
En aquellos días, tenía la sensación de estar invadida, como si un dictador se hubiera instalado en mí, decidiendo cambiar mi destino a su antojo. Un despreciable tirano que osaba determinar mis límites, un monstruo absolutamente real que estaba instalado para siempre dentro mío.
Lo primero que hice al recibir el diagnóstico fue ponerme a luchar contra el "enemigo". Empecé a tomar los remedios y a ir al kinesiólogo y al gimnasio casi todos los días. Pensaba que si llevaba a cabo este plan de lucha con mi natural empuje, en poco tiempo iba a ser casi la de antes: pero empezaron los efectos colaterales, náuseas, dolores de cabeza, mareos. Y me costaba, me costaba inmensamente aceptar la debilidad. Durante toda mi vida –provengo de familia sajona– había aprendido a no mostrar mis sentimientos, a ser fuerte. Esa primera reacción de lucha me duró pocos meses porque estaba muy lejos de la realidad. Yo me sentía una extranjera en mi cuerpo, que no era más el que yo conocía; tenía que adaptarme a este cuerpo "ajeno". Es decir, no me reconocía en mi imagen, ni sabía más quién era. Eso me generó tal inseguridad que no quería ver a nadie. Todo el mundo iba a estar mirándome a ver cuán mal me movía.
La herida narcisista fue fatal. A lo largo de mi vida me caractericé por mi hermetismo y timidez, pero me apoyaba en mi aspecto y solía agradar. Siempre había sido muy tímida. Si tenía que decirle algo importante a alguien que quería, era más fácil escribirlo. Algo en mí frenaba la exteriorización de las emociones. Estaba acostumbrada a callar los sentimientos, a esconderlos. Mi obsesión era que no se notara nada. Ni miedos ni dudas. Mucho menos, la tristeza y la debilidad. Siempre fui de simular que estaba todo bien; había un perfeccionismo latente y siempre quería hacer las cosas bien.
Sin embargo, el Parkinson estaba tratando de hacerme reaccionar, hacerme humana. Enseñarme que podemos fallar. Las señales que me estaba mandando el cuerpo terminaron, finalmente, por obligarme a escuchar lo que me pasaba; que estaba muy tensa, dura por la autoexigencia conmigo misma. Pero me costó mucho entenderlo y no controlar.
Tenía miedo de morir, algo que nunca me había pasado. Cuando empecé a investigar, los informes de la enfermedad decían que la expectativa de vida era de doce años. Y se supone que, al momento del diagnóstico, lo normal es que el proceso haya empezado diez años antes. En mi caso, tal vez más todavía. Uno de los síntomas es no balancear un brazo al caminar, y eso a mí me lo vio un amigo cuando yo tenía 22 años. "¿Entonces, cuánto se supone que me queda?", pensé.
Tenía que explicárselo a mis hijos, pero Juan era muy chiquito y, además, primero tenía que entenderlo yo. A Pedro le fui diciendo que tenía que tomar remedios y que con eso iba a estar bien. En ese tiempo había entrado en un foro de Internet de enfermos de Parkinson en España. Encontré gente en mi misma situación y eso fue un apoyo. Con mi marido tuve momentos de crisis. A él también le costó un montón recibir la noticia, y ahora pienso lo difícil que debe de ser estar al lado de alguien y no poder hacer nada para cambiarle la situación. Pero siempre fue de fierro.
Poco a poco –supongo que como todo proceso de este tipo–, empecé a bajar la guardia y dejé un poco atrás la lucha. Comencé a escuchar los mensajes que me mandaba mi cuerpo; hacía lo posible para no llegar a tener altos niveles de tensión y exigencia. Dejé de trabajar, empecé una dieta, ejercicios de respiración, todo tipo de actividades tranquilas y, sobre todo, un proceso mental de discernimiento de qué cosas eran las importantes y qué cosas no.
Traté de conectarme mucho conmigo misma y fui aprendiendo que la perfección no me llevaba a ningún lado, que no era importante. Tenía que dejar de controlar todo y aceptar, dejar fluir. Esto, sin duda, no era fácil, pero intentaba cambiar. Poco a poco, fui haciendo una especie de duelo, tratando de olvidarme de las ilusiones y los proyectos que tenía. Empecé a construir lo que se podía y como se podía. No fue mágico; psicólogos, cursos de respiración y de conexión con mi cuerpo fueron mis aliados para escuchar lo que mi cuerpo me decía y para conectarme con mi alma. Así, me volví a acercar a Dios. Gracias a esa fe, le perdí el miedo a la muerte. Me di cuenta de que todos vamos a morir y de que uno es un espíritu dentro de un cuerpo. Ahí me empecé a curar.
Me di cuenta de que para sentirme viva, había que fluir con la vida, con la naturaleza, y que eso no se logra controlando todo, sino aceptando y yendo con lo que nos toca. Para mí aceptar no fue bajar los brazos y decir "listo, me rindo". Para mí aceptar fue dejar de pelear conmigo misma día a día. Todavía tengo que aprender un montón. Todos tenemos un potencial dentro de nosotros que no vemos. Cuando logré conectarme con el amor, empecé a relacionarme más con los demás, a decir las cosas. Pensaba en las actitudes que tienen las personas extranjeras cuando llegan a un país ajeno: los que se adaptan son los que se comunican, los que están con la gente del lugar.
Ya pasaron seis años y pico del diagnóstico. Escribir "El cuerpo no calla", en el que cuento mi historia, me ayudó. Tengo 41 años y mi relación con "el país del Parkinson" es mejor. En el mundo de los sanos, a todos los sanos también algo les pasa. Hoy disfruto del contacto con la familia y con los amigos, a quienes había dejado de lado. Mis relaciones en general se han tornado más profundas.
El Parkinson, en mi caso, avanza despacio, y los síntomas son la lentitud al moverme, la pérdida del olfato, los calambres y la tensión de los músculos. Con los remedios y la suma de varias cosas (tomo un té antes de dormir, me alimento bien y trato de descansar), hago una vida relativamente normal. Todas las mañanas me levanto primera y despierto a mi marido y a los chicos para desayunar y que se vayan al colegio. A la mañana hago cosas, trato de encontrar recovecos para escribir. Si tengo que salir, antes me preparo y me organizo, porque ahora necesito más tiempo para todo.
Respecto del futuro de la enfermedad, sé que a cada uno le toca distinto, y ya veré cómo será en mi caso. Será lo que tenga que ser. Hoy dejo que me vean como soy. "
http://elsolonline.com/noticias/view/181159/mal-de-parkinson-lo-que-el-cuerpo-no-puede-callar